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Mircea es un manojo de fibras derrotadas que se arrastran por la tarde más calurosa y solitaria de esta, nuestra Era Común. Casi puedes ver el delgado hilo que lo sostiene en pie. A su alrededor, la ciudad entera sisea y crepita despacio, entre simbología religiosa, bibliografía recomendada y sexo concertado con rigor estructuralista, con metódicas anotaciones a pie de página. Demasiado café y demasiado tiempo, la sinapsis de Mircea tirita descontrolada al no lograr consignar la imposibilidad a la que se enfrenta. Nadie le saluda en este agora extranjero, excepto una legión invisible de chicharras que teje un muro denso de decibelios en constante pulso contra un tráfico tan cansado como impertinente.

Mira el rumbo en su telefono, como si aún tuviese un centro del que alejarse, busca la placa que bautiza cada calle que transita y no encuentra nada excepto ese psicoanalisis mudo que lo exilia con repugnante condescendencia.

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