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Joanna no colapsa, pero se está acercando con determinación suicida al borde mismo. Cada movimiento está engranado y sentido al milímetro. Ignora a todos, pero se siente atentamente vigilada y juzgada por la luz fluorescente que parece sostener los mismos cimientos del edificio. En su pecho pesa un lingote de plomo y en su aliento alguna extraña alquimia conjura contra ella misma. Joanna ha llorado hoy tres veces, incapaz de entender la brujería que la atormenta. En pequeñas explosiones controladas de frustración. No logra recordar ninguna pelea justa y su vida parece hoy un accidente de coche a cámara lenta.

Su orgullo de clase trabajadora se traduce en la ética que hoy redacta aquí. El mismo código que no la deja vivir en los márgenes es el que la obliga hoy a rechazar su propio diálogo. Una mancha Rorschach se extiende despacio por su camiseta. Necesitaba hoy la compañía cómplice, la coreografía, la cercanía que ninguna otra relación humana ha sido capaz de traer en la última década. En esta hostilidad concertada ha encontrado más calor que en cualquier otro simulacro de cariño.

Joanna encarna hoy pura poesía neurológica. Ni escucha a su cuerpo ni atiende a tu discurso de preservación.

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